sábado, 25 de septiembre de 2010

De cómo empezó todo

Corría el año 1871 cuando los valientes soldados prusianos regresaban a sus hogares tras la breve pero intensa guerra contra los franceses. Las trágicas imágenes de muerte y sufrimiento regresaban una y otra vez a las mentes de los hombres que habían tenido su bautismo de fuego en esta guerra, mientras que los veteranos habían aprendido a vivir con ellas desde hacía tiempo.

El Capitán Manfred Schulze caminaba junto a sus hombres por los polvorientos caminos que llevaban a Potsdam, hacia el cuartel de su regimiento. Sus pies se movían de forma automática mientras su cabeza se encontraba muy lejos de allí, en Francia. Pensaba en su amada Mina y cómo el amargo destino se la había arrebatado. Una vez hubieran llegado al cuartel y se les hubiera concedido el permiso, tenía pensado dirigirse a Neufchâteau, el pueblo natal de su difunta esposa y el lugar donde se hallaba enterrada.

Todo marchó según lo previsto y en menos de dos días Manfred se encontraba de camino al pequeño pueblo francés. Al llegar allí le invadió la nostalgia. Apenas había transcurrido un año desde la última vez que había estado aquí, pero en tiempo de guerra un año es suficiente para marcar el destino de miles de vidas. El pueblo tenía un aspecto totalmente distinto. Los estragos de la guerra se sufren en todas partes y Neufchâteau no iba a ser una excepción. Las calles antaño relucientes acumulaban el polvo y el barro del olvido. Las acogedoras casas cubiertas de hiedra eran ahora siniestros edificios rodeados por chamuscadas ramas que penetraban entre las fisuras de la roca, como si la muerte intentara entrar en los hogares para llevarse más vidas con ella. Más vidas de las que ya se había cobrado.

Caminando por aquellas desiertas calles sentía como si alguien le observara, atento a todos sus movimientos, como un gélido aliento en su nuca. Ya había sentido esa sensación antes, la calma previa a la tempestad. Pero al contrario que otras veces, hoy decidió hacer caso omiso y proseguir su camino hacia el camposanto.

La tumba de Mina era sencilla, propia de aquel lugar. Frente a las demás lápidas, desgastadas por el paso del tiempo, la suya se encontraba limpia, reciente, como un aviso de que todavía había un hueco esperando todos y cada uno de los habitantes, para que no olvidaran que la muerte les acechaba.

Manfred se encontraba arrodillado frente a la tumba, incapaz de derramar una sola lágrima por su amada ya que tanto horror le había transformado, habiéndole arrancado todo atisbo de humanidad. Extendió su brazo hacia la lápida y cuando casi notaba la fría piedra en las yemas de sus dedos oyó unos pasos a sus espaldas. Se giró rápidamente, alzándose para ver quién se acercaba, mientras dirigía su mano hacia el sable que colgaba al lado izquierdo de su cintura. No era más que un lugareño, ya mayor, que se dirigía hacía él, arrastrando los pies como si llevara una pesada carga sobre sus hombros. Manfred se mantuvo quieto mientras el hombre se le acercaba, despacio pero inexorable, como el destino.

El anciano se detuvo a escasos metros de Manfred, mirándole fijamente a los ojos. Se acercó un poco más, sin apartar la mirada, y apoyó su mano sobre el hombro del soldado, incapaz de moverse, como si una fuerza superior a él le anclara al suelo.

“Prusiano, ¿sabéis quién yace en la tierra bajo esta lápida?” preguntó el hombre, con una voz que casi era un suspiro.

“¡Cómo osáis! Aquí yace mi esposa, Mina Schuman.” respondió Manfred indignado por la pregunta del extraño.

“No, aquí yace la hija de Alfred Schuman.” replicó el otro. “No se encuentra enterrada aquí por quién era, si no por ser hija de un hombre en concreto.”

Manfred se encontraba traspuesto, ¿qué quería decir ese extraño? Iba a hablar cuando le interrumpió.

“¿Acaso sabéis cómo murió? ¿Si una enfermedad os la arrebató? No, venís aquí a por respuestas y encontraréis algunas, pero os conducirán a más preguntas.” prosiguió el hombre. “Venid y hallaréis esas primeras conclusiones.”

El extraño se dio media vuelta y comenzó a andar hacia el pueblo, caminando cada vez más rápido hasta girar en la primera calle a la derecha. Manfred, tras unos segundos de estupefacción, se apresuró a seguirle y al volver la esquina vio al hombre detenido frente a la puerta de una ruinosa taberna. Entraron y se dirigieron hacia una mesa al fondo. Apenas había dos parroquianos más, pero les ignoraron, absortos como estaban en sus respectivas jarras de cerveza.

Se presentó como François Leblanc, añadiendo que era su familia era amiga de los Schuman desde que el tiempo es tiempo. Le contó que el padre de Mina había trabajado sirviendo como espía a Prusia ya desde su juventud, algo que no sabía ni su propia familia. Sólo François conocía el secreto de Alfred y había prometido llevárselo a la tumba, pero desde hacía un par de años, el señor Schuman se comportaba de manera muy extraña. Iba y venía de un lugar para otro, siempre con prisas y con terror en su mirada, asegurándose constantemente de que nadie le seguía. Un día François le preguntó qué le pasaba, por qué estaba tan inquieto. Alfred le dijo que había descubierto algo muy importante, algo que supondría un fuerte revés para el actual orden mundial. Sin decir nada más le dio un sobre cerrado y le dijo que se lo entregara al hombre adecuado cuando fuera el momento.

“Y el momento es ahora.” dijo el francés mientras sacaba un viejo sobre de un bolsillo de su abrigo y se lo entregaba a Manfred. “Ahora ve y desenmaraña este sórdido entramado.”

“Al menos espere a que abra el sobre.” respondió el soldado ante las prisas de Leblanc.

“Ya tendrás tiempo para ello de camino a París.”

Y a galope recorre el prusiano la distancia que separa el pequeño pueblo fronterizo con la esplendorosa capital gala. Ansioso por descubrir el sentido del enigma que tiene ante sus ojos. ¿Acaso es posible que el destino de Europa, si no del mundo entero, se encuentre en las manos de un simple capitán de infantería? Quizás sea demasiado pronto para comprenderlo.

domingo, 11 de julio de 2010

De cómo fue la vida del olvidado Capitán Schulze

En campo de plata, dos lobos pasantes de gules. Él todo rodeado por filiera de oro. Por soportes en diestra y siniestra dos grifos rampantes de oro linguados de gules. Al timbre cabeza de águila de sable, pico de oro, linguada de gules y sumada de la Corona real de Prusia. Al pie por divisa “pugnare usque ad mortem”, de sable, en cinta de oro.


"Nacido el 22 de julio de 1853 en la importante ciudad de Potsdam, residencia de la corte prusiana, Manfred Schulze era hijo de un destacado militar, que pocos años después encontraría la muerte en los campos bohemios donde tuvo lugar la gloriosa batalla de Königgrätz (3 de julio de 1866) frente al humillado imperio austriaco.

A punto de cumplir los trece años y huérfano de padre, es encomendado bajo la tutela de su tío materno, el glorioso mariscal Helmuth von Moltke. Con semejante referente, Manfred no duda en ingresar en el ejército al estallar la Guerra Franco-Prusiana, concretamente en el Primer Regimiento de Infantería de la Guardia (1. Garde-Regiment zu Fuß).

Durante esta guerra combate en la sangrienta Batalla de Gravelotte (18 de agosto de 1870) siendo levemente herido en una pierna por un proyectil francés. Durante su convalecencia conoce a la joven Mina Schuman con la cual, tras una breve pero apasionada semana, contrae matrimonio el día 26 del mismo mes ante la inminente vuelta al frente de Manfred. Tras su recuperación participa en la Batalla de Sedán (1 de septiembre de 1870), que marca el fin del II Imperio Francés y la unificación de Alemania bajo el poder prusiano. Al finalizar la batalla es ascendido al grado de Sargento (Feldwebel) pero esta grata noticia se ve ensombrecida por un correo que le informa la trágica noticia de la muerte de su reciente y amada esposa, lo cual le entristece y enfurece a partes iguales. A raíz de la muerte de Mina, el carácter de Manfred se oscurece hasta apenas poder vislumbrarse al hombre que antes era y un brote de sádica violencia aflora.

El mismo mes de septiembre comienza el asedio a París que se extiende hasta enero del año siguiente, aunque en el período de tiempo transcurrido participa también en la Batalla de Le Bourget (27 a 30 de septiembre de 1870). Por sus métodos poco ortodoxos a la hora de tratar a sus enemigos durante el asedio a la capital gala, es conocido por el sobrenombre de Manfred Fleischer (“el carnicero”), prohibiendo a sus hombres la captura de prisioneros y ejecutando a los civiles sospechosos de ayudar a las tropas francesas. Sus actos de valentía casi suicida en el campo de batalla le granjean el respeto de sus hombres pero entre sus filas también corre el rumor de si sus actos son heroicos o acaso una muestra de la escasa consideración que tiene por su vida, que le lleva a actuar más bien como un demente, pudiendo arrastrar a sus soldados a la muerte sin apenas inmutarse.

Gracias a sus méritos militares asciende al grado de Capitán (Hauptmann) y tras varios años en la reserva se alista como voluntario en la Schutztruppe enviada al África del Sudoeste Alemana (Deutsch-Südwestafrika). Combatiendo en 1904 en la Batalla de Waterberg frente a los herero, esta vez en una unidad de caballería.

Actualmente se encuentra de nuevo de Potsdam, encargado del adiestramiento de los jóvenes soldados frente al oscuro porvenir que les aguarda si se enciende la mecha de este polvorín que es la Europa de 1914."



Posteriores publicaciones se centrarán en aquellos convulsos años que siguieron al fin de la Guerra Franco-Prusiana, y cómo el Capitán se vio inmerso en las oscuras intrigas del poder.